JUAN VILLORO
(Revista Lateral, nº 55-56, julio-agosto 1999, Antología de cuentos latinoamericanos)
la alcoba se ha dormido en el espejo
Vicente Huidobro
Él cenará después -dijo doña Consuelo.
Se persignó de prisa y tomó la cuchara de latón. Me gustaban esos cubiertos superlivianos. Frente a mí, el profesor Rafael se alisó el bigote con tres dedos manchados de nicotina, luego se palpó la corbata, como si apenas recordara que la tenía puesta. Era una prenda común que en él lucía modernísima: un fondo azul cielo salpicado de triangulitos.
-Conque estrenando... -doña Consuelo también había notado el ademán.
Rafael mordió la cuchara; me inquietaba su manera de rematar los bocados; al sentarme a la mesa, no podía dejar de revisar mis cubiertos en busca de las incisivas huellas del profesor. Rafael era su apellido; su nombre entero tenía un sonido descompuesto: Ismael Rafael. Daba clases de civismo y cada dos meses doña Consuelo lo ayudaba a calificar composiciones sobre el himno nacional o la bandera. Doña Consuelo no podía leer sin mover los labios; ya avanzada la noche, el cansancio la hacía repetir palabras sueltas: "arrostrar sin temor"... "la contienda"... "los paladines"...
Desde que llegué a la pensión (doña Consuelo se empeñaba en llamarla "casa de asistencia", como si fuera una institución de misericordia) di por sentado que la dueña de casa y el profesor eran amantes. El marido de doña Consuelo (el Difunto, como le llamábamos) había muerto hacía varios años.
Ella seguía poniendo su lugar en la mesa y no dejaba de repetir la frase ritual: "él cenará después". El Difunto era adorado en un altar de platos fríos.
En esa época mis gustos literarios hacían que no me perdiera un momento de patetismo ni una frase sentenciosa. Estaba convencido de que doña Consuelo se entregaba a ese incesante recambio de cubiertos movida por la culpa, por la ignominia perpetrada con el profesor. Era católica de escapulario en cuello y Rafael un judío sefardita que asistía al estricto templo de la calle de Monterrey. Nunca los sorprendí en intimidad mayor que sus sesiones para calibrar exámenes, pero no necesitaba pruebas concluyentes; me bastaba ver la fruición con que el profesor mordía las rosquetas de chocolate que ella compraba afuera de la Catedral -cada bocado, una transgresión.La casa también era habitada por doña Eufrosia, aunque más que de un inquilino había que hablar de un quejido. Doña Eufrosia estaba postrada en su cama y sólo su lastimosa respiración llegaba hasta nosotros. Me negaba a creer que doña Consuelo limpiara sus esputos y le diera de comer en la boca sólo por bondad; también en esto veía un deseo de reparación.
Mi vida de entonces me parecía disminuida. Había llegado a la ciudad para ocupar un puesto ínfimo en un almacén, algo muy alejado de mis melodramáticos empeños literarios. Desconfiaba de todo y de todos, como si eso le pudiera dar relieve a mi destino; la sospecha era una piedra de afilar ideas. Doña Consuelo y el profesor Rafael me eran simpáticos, pero me sentía obligado a mantener las distancias. Por otra parte, ellos tampoco daban pie a un acercamiento. Nos hablábamos de usted, doña Consuelo siempre estaba atareada y el profesor, apenas llegaba a la pensión, se dedicaba a leer el periódico, tras una espesa nube de Delicados.
Vivíamos en la calle de Licenciado Verdad, muy cerca del almacén. De haber estado borracho el día de mi llegada, la vista del edificio me habría devuelto la sobriedad: paredes despellejadas que seguramente se vendrían abajo con el próximo temblor. La fachada no era más ruinosa que las otras del centro de la ciudad, pero el hecho de que yo fuera a vivir ahí la convertía en un escenario de tragedia. Sin embargo, la pensión en el segundo piso se conservaba en buen estado; el baño común estaba limpio, el cuarto era agradable -un armario con un pulcro espejo, un botellón de agua en el buró, persianas que corrían bien.
También me gustó la sala de la televisión, aunque doña Consuelo hablaba con vergüenza de su viejo aparato de bulbos: cada vez que un avión pasaba sobre el edificio, la imagen se distorsionaba. Lo que me llamó la atención fue el calendario colgado en la pared: un emperador azteca sostenía a una india desmayada; el pintor había trazado con tal detalle el turgente cuerpo de la india que el desmayo tenía una fuerza sexual; al fondo, los volcanes brillaban con una nieve tornasolada.
Lo primero que le oí decir al profesor fue que ya estaba a punto de conseguir la medalla de la televisión. No entendí nada y él me explicó que en cuanto le dieran la medalla al mérito cívico Benito Juárez podría comprar un aparato a colores. Esto no me importó gran cosa porque desde la primera noche me senté a ver el calendario. No me fijé en las caras que temblaban en la pantalla; veía los pechos de la india, cubiertos de una tela que parecía nieve delgadísima.
Pasaron varios meses y el profesor siguió a un paso de obtener la medalla. Aquel triunfo siempre pospuesto se convirtió en algo tan penoso que dejamos de mencionarlo. Rafael me parecía víctima de una injusticia, sobre todo a partir de que me recomendó con el jefe de redacción de un periódico en la colonia Tabacalera, no lejos de la pensión. Me encargaron escribir las cartas de los lectores. Para llegar al periódico pasaba junto al Caballito; miraba de reojo la cara de imbécil de Carlos IV y la mano que sostenía un rollo de papel; así me debía ver en el momento de entregar las cartas de los "lectores". De cualquier forma, eso me ayudó a sobrellevar las jornadas en el almacén; mi vida era algo más que nudos y cajas dobladas (aunque en mis momentos abismales pensaba que ese "algo más" era mucho peor). Sin embargo, lo que en verdad agravaba las cosas era que vivía en un hueco doloroso en el que casi nunca caían las mujeres. No sólo me faltaban dinero y experiencia para una conquista, además -lo confieso a toda prisa- me sentía avasallado por el dentista provinciano que me colocó un lamentable diente de oro. Ahorraba, con la vulgar ilusión de ponerle a mi diente una funda de porcelana, pero también me dejaba estafar por las putas locales.
Cerca de la pensión había una tienda de medias. Me quedaba viendo las piernas suspendidas hasta que mi soledad me resultaba insoportable. Regresaba despacio, dolido por tantas formas agradables.
Rafael se vestía exactamente como profesor de civismo, por eso me encandiló la corbata azul celeste. Sin embargo, no es ésta la razón por la que recuerdo el incidente. Ése fue el día en que las gemelas llegaron a Licenciado Verdad.
Era un sábado y nos tocaba cambio de sábanas. Los colchones estaban recargados contra la pared ("para que se oreen", había dicho doña Consuelo). Melania y Paloma Milán se pasearon por la casa y no dejaron de palpar los colchones. Es lo primero que recuerdo de ellas: las manos delgadas acariciando las rayas azules y blancas.
Las ayudé a llevar su equipaje al cuarto 3 (absurdo que en una pensión tan pequeña los cuartos estuvieran numerados).
En la comida el profesor Rafael habló de la expulsión de los judíos españoles y de su refugio en Salónica.
-Los nombres de ciudades son portadores de sangre judía -dijo, pero las gemelas no sabían nada del asunto ni se interesaron en la historia. A mí me agradó que tuvieran apellido de ciudad.
Melania y Paloma habían llegado a México para consultar a un médico; aunque se veían igualmente sanas no dejaron dudas acerca de la gravedad de Paloma. Venían de un poblado similar al mío (adivinaba la misma rotonda de pirules, los perros insolados, la vida detenida en un eterno mediodía del polvo), pero me impresionó su aire mundano, su forma rapidísima de entrar en confianza. En especial Melania hablaba como si siempre hubiera estado ahí, como si descalzara sus palabras y las echara a correr entre nosotros. La ciudad les había parecido "hórrida". Recordé mi primera caminata por las calles del centro, entre ciegos y vendedores andrajosos. Vi a una mujer enorme, sucia, muy rubia, orinar incansablemente en la banqueta; vi a un oso llagado bambolearse al compás de un pandero; vi a una anciana que sostenía una vitrina con gelatinas plagadas de moscas; vi a los desempleados en el patio de la Catedral, vi sus herramientas en el piso, junto a un gato muerto, y no me atreví a decir que la capital de mi país era una mierda. En cambio, fue lo primero que dijeron las gemelas. El profesor las escuchaba tras el humo de su cigarro. Pensé que iba a hablar de aztecas y edificios coloniales, pero estaba tan absorto como yo; no era fácil acostumbrar los ojos a esas figuras esbeltas en un lugar donde los únicos visitantes eran agentes viajeros, hombres de maletas cuarteadas y pocas palabras que venían por una noche y se marchaban sin dejar otra huella que un periódico arrugado.
Melania usaba el pelo suelto y tenía un lunar en la mejilla. Paloma se peinaba con una estricta cola de caballo. Fuera de esto eran idénticas. Su belleza parecía hecha para castigar a un escritor, al menos a uno como yo. En primer lugar, ni siquiera me atrevía a verlas de frente; su desparpajo me ofendía tanto como mi diente de oro. En segundo lugar, me costaba trabajo decir por qué me gustaban tanto. Hasta entonces creía en la supremacía de los senos épicos, los mismos que uno colocaría en la proa de una fragata o en la imagen de la Patria. Después de frecuentar tantas páginas de revistas eróticas exigía en las mujeres imposibles lo que no encontraba en las putas: pelo rubio, pezones rosados, ojos enormes. Ahora me doy cuenta de que mi mujer ideal era una variante oxigenada de la india del calendario. Las gemelas, en cambio, eran atractivas de una manera nerviosa. Hablaban de prisa, como si pensaran en varios asuntos a la vez; sus cejas gruesas y bien delineadas se unían sobre una nariz pequeña, imperiosa; sus cuerpos delgados transitaban como claras sombras, sus labios merecían el nombre de "sensibles". ¡Cuánta palabrería para decir que había encontrado en estas muchachas normales algo nunca visto! Empecé a pasar más tiempo en Licenciado Verdad, escuchando los ruidos de las gemelas. Las cartas que escribía para el periódico se volvían progresivamente alegres. Esta etapa duró un par de semanas; después me di cuenta de que no tenía mayores motivos de dicha: Melania y Paloma Milán no hacían sino constatar mi fracaso; era incapaz de salvar los cinco o seis metros que me separaban de ellas. Me solacé en autoescarnios ante el espejo: detenía la mirada en el diente de oro, mis facciones me parecían trabajadas por un boxeador.
Mi depresión tomó la forma de una nostalgia sin sujeto; añoraba cosas nunca alcanzadas. El tiempo en que las gemelas no vivían con nosotros me parecía una etapa de libertad, a salvo de su tiránica belleza.
Me había presentado con ellas como periodista y el profesor Rafael (tal vez por ser mi padrino en el trabajo) se encargó de reforzar la ficción:
-Excelentes, sus comentarios sobre Irán -y hacía una intrincada relación de mi presunto artículo.
Pronto se volvió costumbre que el profesor "redactara" mis textos en la cena. En más de una ocasión sus frases me parecieron repugnantes, pero sabía que él actuaba en mi favor y no quise poner en entredicho la paternidad de los engendros.
Las gemelas no siempre se entretenían. Aproveché la ocasión en que Paloma contemplaba las manchas en la pared para decirle al profesor en voz baja:
-La gente se aburre.
Melania me alcanzó a oír y comentó:
-Sí, a Paloma ya se la llevó el río.
Luego explicó la frase. En su pueblo, la creciente de un río se había llevado a una mujer distraída; desde entonces, cuando alguien se distraía decían: "se lo llevó el río". También nosotros empezamos a usar la frase en la pensión.
Una noche, doña Consuelo le dijo al profesor:
-Pa'mí que ya se lo llevó el río.
-¿Eh? -dijo el profesor, aletargado.
-¿Qué no oye? ¡Ya se le fue el santo al cielo!
Rafael pareció regresar de una zona muy remota. Le costó trabajo explicarse. Mencionó que nos tenía una sorpresa, pero su voz era triste.
Fue a su cuarto y regresó con un pesado bulto. Me pareció ver los listones rosas del almacén en el que trabajaba.
-Para que no se aburran tanto, señoritas -dijo el profesor Rafael, como si doña Consuelo no fuera la principal interesada en la televisión (otro motivo de sospecha) -y se secó el sudor con un alarmante pañuelo amarillo.
De la medalla, ni una palabra. Era evidente que no la había obtenido. Crucé una mirada con doña Consuelo.
Con el nuevo aparato las cenas se hicieron más rápidas. El profesor también acortó la extensión de mis supuestos artículos. Yo aprovechaba cualquier momento para que mi mirada pasara del mantel de hule a las gemelas. Eran tan parecidas que estaba orgulloso de todas las diferencias que les encontraba. Melania era más expansiva, sus manos se movían mucho al hablar, costaba menos trabajo que se riera. También era orgullosa, al menos conmigo, porque con doña Consuelo mostraba una solicitud extrema, incluso la ayudaba a lavar y a cambiar a doña Eufrosia.
En cuanto fui capaz de discernir las diferencias, me enamoré de Melania. Supongo que también la salud trabajaba en su favor. Paloma no parecía enferma, pero yo desconfiaba de un mal tan discreto, sin nombre ni síntomas aparentes.
Creo que fue un sábado cuando me encontré con Melania en el pasillo. Salía del baño y tenía una toalla en la cabeza. El lunar brillaba sobre la piel pálida. Olía a jabón, a ropas limpias, casi pude sentir la tibieza que el agua había dejado en su cuerpo. Sus manos sotenían el camisón, el cepillo, el frasco de champú. Quizá fueron estas manos ocupadas las que me hicieron sentirla indefensa, quizá distinguí en sus ojos brillosos el desafío, lo cierto es que actué con la urgencia de todos mis días desolados. La tomé de la cintura, la atraje hacia mí, besé su cuello apenas humedecido. Ella soltó el frasco, el champú se derramó sobre mi pantalón. Luego se apartó de mí, me vio con una superioridad en la que ni siquiera cabía el odio y entró al cuarto 3. Fui al baño a limpiarme aquella mancha. Mis dedos pasaron por la sustancia pegajosa al tiempo que veía la espuma en la coladera, con vellos que sólo podían provenir del cuerpo de Melania y que en mi desesperación estuve a punto de recoger.
Después de esto creí que no me volvería a hablar. Evité cenar en la pensión al día siguiente. Regresé tarde, pensando que todos dormirían. Sin embargo, me encontré a Melania en la sala de la televisión; lloraba frente a un programa sin volumen. Quise seguir hacia mi cuarto, pero me pidió que la ayudara a escribir una carta para sus padres. Me extendió el cuaderno en el que anotaba con gran cuidado las medicinas y las dosis que debía tomar Paloma. Alcancé a ver una lista y me di cuenta de su atroz ortografía; aún ahora me arrepiento de haber visto sus accidentados acentos en el momento en que me revelaba la enfermedad de su hermana. Contra la evidente normalidad de Paloma, los médicos había diagnosticado un mal incontenible. Melania había decidido no preocupar a su familia. Me pidió que atenuara el padecimiento en la carta. Su dictado salió entre arranques de llanto. Aceptó mis sugerencias y me dio las gracias varias veces. Se veía abatida, como si se reprochara su salud, ser el espejo vigoroso de su hermana.
Fui a mi cuarto; en el pasillo se mezclaron el quejido de doña Eufrosia y el ruido vivo, abundoso, con el que Melania se sonaba la nariz.
Esa noche me despertó un susurro. Antes de que pudiera ver algo sentí un aliento tibio, el contacto de labios delgados y resecos. Luego distinguí el lunar, el pelo ondulado de Melania; la desvestí, seguro de que no había dicha mayor que el olor dulzarrón de su perfume barato.
Sólo al día siguiente pensé en los motivos de Melania. A pesar de los éxitos periodísticos que me inventaba el profesor, yo carecía de interés, por no hablar de virtudes físicas. Entendí que Melania agradecía en exceso la carta redactada. Sin embargo, esa noche repitió la visita.
A partir de ese momento empecé a vivir para las horas que Melania pasaba en el cuarto. Esperaba con ansia el rechinido de las duelas de madera. La luz de un arbotante se colaba a la habitación; el cuerpo de Melania se reflejaba en la luna del espejo.
La felicidad me rebasaba en tal modo que me libraba de pensar -ni siquiera pensé que era feliz. Pero durante el día, mientras bostezaba sobre cajas de cartón, entorpecía mis recuerdos con preocupaciones. Pensaba en la piel de Melania, en sus manos hábiles, en la entrega apasionada y silenciosa de alguien acostumbrada a amar en secreto. ¿Quién más se había visto favorecido por esa furtiva pericia? Procuraba que me contara algo de su vida, pero me ponía el índice en la boca: "nos van a oír".
Tampoco de día hablaba conmigo, así estuviéramos solos. Melania tenía pavor de que Paloma nos descubriera; por nada del mundo le hubiera revelado su pasión a la hermana enferma (que, dicho sea de paso, seguía sin mostrar otro síntoma que una creciente palidez). De cualquier forma, no insistí en hablar con ella; temía violentar el milagro que se repetía puntualmente en esa alcoba dormida para todos los demás.Una noche nos quedamos viendo la televisión. Los demás ya se habían ido a sus cuartos. Ella no me veía, su nariz altiva se perfilaba con los reflejos de la pantalla. Pensaba en la forma de acercarme cuando se fue la luz. La televisión crujió, con ese ruido que hacen las cosas recién apagadas.
Fue como si un alambre se quebrara en la noche, en mi cuerpo nervioso, en mis manos tensas. Cuando toqué su rostro, nuestros ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. Su expresión de desconcierto me hizo pensar que estaba loca. Melania me visitaba en las noches como quien consuma un ritual vacío, semejante al cambio de cubiertos de doña Consuelo. No me costó trabajo llegar al cuarto en la oscuridad. Di un portazo que debió despertar a los que ya dormían. Quise que mi puerta tuviera un cerrojo, maldije vivir en una pensión del carajo donde ni siquiera podía gozar del lujo de encerrarme. Recurrí a un remedio de película; puse una silla contra la puerta, sabiendo que era inútil.
Dos horas después, la llegada de Melania estuvo acompañada de un modesto rechinido. Se golpeó con la silla. Saltó en un pie. Me insultó.
Me senté en la cama, hablé del encuentro en la sala de la televisión, le dije que no la quería volver a ver.
-Cállate, idiota -dijo, y me besó largamente.
Con el tiempo me había acercado al profesor Rafael. Su fracaso para conseguir la medalla le daba una dignidad trágica, de oficial deshonrado; además se había vuelto el hombre de los regalos: la televisión, mascadas para las gemelas (de un violeta demasiado subido) y una corbata para mí. Después de cenar fumaba sin descanso. Pasaba tanto tiempo con él que Melania se quejaba de que mi pelo olía a humo.
Sabía que le gustaba el café exprés y pensé en invitarlo a una cafetería para hablarle de mi felicidad a medias (con la secreta esperanza de que él me hablara de doña Consuelo), pero nunca llegué a hacerlo. Una tarde lo vi de lejos en la calle de Moneda. Lo seguí maquinalmente. Dobló hacia un mercado al aire libre. Caminé en el bullicio de vendedores y merolicos; el aire tenía un leve olor a podrido. El profesor no reparaba en las mercancías -pequeños artículos de contrabando, joyas de fantasía-, como si se dirigiera a un destino definido. No sé por qué no lo alcancé de una buena vez. Seguí su saco negro, manchado de sudor en las axilas, hasta que se detuvo en un puesto de corbatas y pañoletas. La encargada era una mujer gruesa; sus brazos rollizos salían de una blusa sin mangas. Se rió con desenfado al ver a Rafael; conté al menos tres dientes de oro. Lo tomó de la cintura y lo besó. Me oculté tras un puesto de collares. El profesor se veía curiosamente frágil en los brazos de la mujer; parecía feliz de un modo intimidado. En el puesto reconocí la corbata azul celeste, el pañuelo amarillo, las mascadas. Alguien les llevó licuados. Los vi intercambiar los vasos.
Me sentí defraudado, como si llevara el diario de una persona equivocada. El romance que atribuí a Rafael, lleno de atávicos prejuicios, se esfumaba para dejar su sitio a una relación vulgarona, abrumadoramente normal. Luego pensé que tal vez Rafael estafaba a la vendedora -¡el dinero de la televisión debía provenir de ella!-, pero era demasiado tarde para buscar nuevas sospechas. El profesor judío había dejado de ser interesante.Caminé mucho rato, sin rumbo fijo, pensando en tantas cosas que estuve a punto de ser arrojado por una bicicleta. Nunca había admirado gran cosa al profesor, pero sus maneras discretas le conferían cierta dignidad, un conocimiento por encima de la vida pobretona de la pensión. La escena con la mujer lo redujo a su verdadera medianía. No sé por qué me vinieron a la mente mis cartas, las gentes que yo había sido para el periódico. Recordé sus frases comunes, la morralla de la que era responsable. Nada más común que mis invenciones, nada más falso que las personas que me rodeaban.
El cielo cobró un tono azul profundo; se veía más cercano a la tierra. Muchas veces había visto el cielo en las calles del centro, un cielo de casas bajas, próximo. Ahora me pareció opresivo. Pensé en la cavidad azulosa del aparador de medias. Llegué deprimido a la pensión, sólo para enterarme de que las gemelas se habían mudado a un hospital donde Paloma se sometería a los últimos análisis.
Esa noche fue como si doña Consuelo dijera por primera vez: "él cenará después". No mencionamos otra palabra en la mesa.
No era extraño que Melania se fuera sin avisarme, a fin de cuentas nunca me participaba nada de su vida. No dejó dicho a qué hospital iban ni cuándo volverían (el equipaje seguía en el cuarto 3).
De madrugada, entré a la habitación de las gemelas. Encendí la luz, abrí el armario, vi sus ropas perfectamente dobladas. Pensé en la dedicación de Melania, en sus manos hábiles; me di cuenta de que me había visto favorecido por la desgracia de Paloma. El destino de Melania parecía apuntar más lejos y sólo el lastre de su hermana la había dejado a mi alcance. Me conmovió su total resignación; mientras más desagradable me veía a mí mismo, más admirable me parecía su entrega. Lloré, inventé toda suerte de equívocos sensibleros, me sentí abandonado y amado en exceso.
En esa época se publicó mi primer artículo firmado, una prosa amarillista que los recortes de la mesa de redacción volvieron ilegible. No me alegró tanto ver mi nombre en el periódico como saber que las gemelas regresaban a la pensión.
-Vienen por sus cosas. Pasarán una noche con nosotros -dijo doña Consuelo.
Paloma se veía demacrada pero estaba de buen humor. Contó anécdotas divertidas del hospital mientras yo buscaba en vano los ojos de Melania. Deslicé un pie bajo la mesa, toqué algo que podía ser madera o un zapato. En eso escuchamos un carraspeo profundo.-¡Doña Eufrosia se ahoga! -dijo doña Consuelo.
Melania la acompañó a ver a la anciana y no volvió a la mesa. Paloma contó una historia que no registré, algo relacionado con inyecciones y pacientes confundidos.
Por la noche mis nervios me hicieron oír el crujido de las duelas de madera mucho antes de que llegara Melania. Mi corazón latía con fuerza, mis manos tocaban los bordes combados de la cama, se diría que mi cuerpo se preparaba para un suplicio. Así estuve hasta que se produjo el delicioso rechinido. Abracé a Melania con fuerza y la sentí menuda entre mis brazos. Apenas nos separamos, me acerqué al botellón de agua y tomé un largo trago. Melania tenía un olor extraño. No me atreví a decírselo pero varias veces interrumpí sus caricias para beber agua. Era la única forma de soportar su cercanía; no tengo más remedio que decirlo: aquel cuerpo adorado olía a putitita mierda.
Después de unas horas estaba tan confundido, el vientre hinchado de agua, que me tardé en registrar la sorpresa que ella me reservaba. Se despidió de mí, fue al armario y sacó un frasco de crema. Vi pasar sus dedos sobre la mejilla, los vi mancharse de negro, vi que el lunar desaparecía. Frente a mí, Paloma sonreía sin reservas. Me incorporé en la cama, quise decir algo, pero ella salió del cuarto.
No supe qué hacer, tenía ganas de despertar a toda la pensión, de mandar a la chingada a quienes en su ignorancia habían sido cómplices del engaño. Pero me quedé en la cama, sin poderme reponer de ese mínimo artificio: dos dedos sobre la mejilla habían bastado para que entendiera la frialdad de Melania. Fui lo bastante canalla para pensar en un contagio. No pude dormir. El rostro pálido de Paloma aparecía frente a mí con un lunar intermitente.
A las seis de la mañana se abrió la puerta. Vi el pelo suelto y ondulado, el lunar en la mejilla, y pensé que se trataba de una nueva transfiguración (¡estuve a punto de lanzarle el frasco de crema!). Pero Melania habló con rapidez.
Me costó trabajo entender lo que decía. Tuvo que repetir las frases una y otra vez, como cuando me dictó la carta. Me dijo que Paloma le había contado de nosotros.
-Debes saber la verdad -no sé si fue ésa la primera vez que me tuteó.
Paloma estaba desahuciada pero el día anterior la habían tranquilizado diciéndole que una operación era posible, por eso se atrevió a revelar su identidad. No había querido que yo me sintiera atado a una moribunda. Me dejó de engañar en el momento en que la engañaron. Melania también me dijo que Paloma sabía de mi "asalto" en el pasillo; tal vez fue eso lo que la indujo a entrar a mi cuarto.
-En todo caso no podemos juzgar a alguien que va a morir -dijo Melania con sincero dramatismo justo cuando empezaba a juzgarme a mí mismo. ¿En qué medida las noches en vela habían contribuido al mal? Tal vez se habría salvado de no ser por mí.
No quise visitar a Paloma en el hospital. Melania me mantuvo al tanto. Me dijo que su hermana había entrado a un mundo ilusorio. No sé si pronunció mi nombre antes de morir. Cuando recibimos la noticia, me hinqué a rezar el rosario con doña Consuelo.
Sólo entonces me di cuenta de que había olvidado la letanía. Produje algunos balbuceos mientras escuchaba el eterno quejido de doña Eufrosia. Maldije ese trozo de vida envuelto en trapos. El profesor nos trajo una tarjeta con letras hebreas. No le pregunté qué querían decir. Fui a mi cuarto. Empecé a empacar mis cosas.
Melania y yo nos casamos a los pocos meses. Ella decidió el asunto con la celeridad con que hace todo. De regalo de bodas, el profesor nos envió un mantel -seguramente escogido por su amante- demasiado parecido a un capote de torero. Algunos parientes de Melania asistieron a la ceremonia. "Se la llevó el río", oí que decía uno de ellos.
Melania siempre es ella más el recuerdo de su hermana. La vida dividida de antes se ha desdoblado en una infinidad de actos, gestos, frases apenas reconocidas. Melania me ha hablado mucho del mal congénito que destruyó a Paloma. No todos en su familia lo padecen, pero no dejo de pensar que nuestra felicidad tiene un aire de desgracia aplazada. A veces pienso que Melania me escogió al saber que también ella era sensible al mal. Ayer la fiebre le subió a 39º, el inicio de un resfrío, tal vez.
Escribo estas líneas en el escritorio de la recámara. Melania está dormida. Escucho su respiración, casi puedo contar las pausas de la sangre que late en sus sienes. Cruje un mueble de madera y recuerdo con excesiva precisión el viejo suelo de duelas. Veo su reflejo en la luna del armario, un mechón de pelo en la frente, los labios ligeramente abiertos, como si fueran a silbar.
Melania duerme en el espejo. La he observado incansablemente; su rostro, a veces me parece terrible, a veces banal. Tal vez se trate de mi mala vista o de las impurezas del vidrio, pero no veo el lunar que la distingue de Paloma.
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