martes, 2 de diciembre de 2008

El escuadrón de los taxistas kamikaze

Armando Vega Gil


¡No te subas ahí! —Me gritó la Nati en un arrebato místico—, ¡ese minitaxi es un ataúd con llantas!
Natividad Tungusca leía el futuro en los asientos de tu exprés turco cortado en un regacho café-tarot de la Escandón. “De día pongo sellos en una oficina de Correos —me había dicho sonriendo con sus incisivos destellantes por la gracia de un par de incrustaciones de oro en forma de estrella de cinco puntas—; pero al caer el sol me vuelvo pitonisa...Y no pongas esa cara, ¡animal! Pitonisa es una sacerdotisa especializada en adivinar el porvenir, no una sexoservidora de San Pablo”. Nati y yo salíamos esa medianoche de un tremendo reventón donde servían cubas tibias hechas con un brandy chafa capaz de matar borregos. “Mejor me quedo —me aclaró enamorada—, ahí en la fiesta hay un prieto al que le quiero leer el iris, las palmas de los pies y las manchas de sus calzones”.
¡Fuiiit!, la interrumpí pegando un chiflidote arriero a un minitaxi que cruzaba por ahí cual alma en pena. Natividad me gritó que no lo abordara, pero yo estaba harto y quería irme a mi camita a echar la güeva. Dentro del ataúd con llantas me di cuenta de mi error: la máquina verde-ecologista bufaba de a panza con gastritis, del asiento del pasajero se asomaban resortes herrumbrosos, y el piso estaba tan picado que bien podíamos meter freno con la suela de los zapatos estilo Picapiedra. No traía su tarjetón con foto ni taxímetro, a más que el finísimo y marrano chofer tenía el cabello sebudo peinado estilo almohadazo y la camisa agujerada. — ¿A dónde, va? —me preguntó con un aliento que acabó de ponerme hasta atrás—. ¿Palenque con Morena? ¡Chale, mai! En lo que trataba de explicarle que aquello no era albur sino un entronque en la Narvarte, el chafirete metíale la chancla a fondo al Vocho que, a pesar de que sus pútridos amortiguadores se me encajaban en el riñón, volaba a más de cien por hora. ¡Fumm!
¡Fummm!, zumbaban los postes mientras agarraba las curvas con rechinidos de llanta con huarache. Al verme agarrado a veinte uñas del respaldo, el taxista me contó su verdadera vocación: —No te saques de onda, padrino. Al contrario, ponte chido —me dijo al invitarme un jalón de cigarro ilegal—. ¿Has oído hablar del escuadrón de taxistas kamikaze? La sangre se me bajó a los talones: el tal escuadrón era un grupo de taxistas que salían por las noches a recoger pasaje y someterlos al estímulo del adrenalinazo. Apagaban las luces, aceleraban a más no poder y, sin voltear ni frenar tantito, cruzaban a ciegas las grandes avenidas que se abrían a su paso con los semáforos parpadeando en preventiva. Lo único que los podía detener era un superchoquemadrazazazo o la dirección del pasajero. Sí —le contesté fingiendo calma—, pero no existe, ¿verdad? Son una leyenda urbana.
— ¿De veras? —me respondió justo cuando apagó sus luces rumbo al Eje Central. El icuiricui comenzó a gemir y yo a mojar mis pantalones, cuando de pronto...la máquina tosió, pegó un reparo y se paró en seco. — ¡Uta! —respingó el chof—, a buena hora me fallas.
Salté del taxi. Detrás de mí escuché una mentada, pero no me detuve sino hasta una esquinita donde me escondí tras un montón de basura harto apestocha. A lo lejos escuché arrancar de nuevo al minitaxi que fue a perderse en la oscuridad bajo el estruendo de sus punterías descalibradas. Decidí mejor irme a mi casa a pata. Al llegar a la esquina de Xola y Vertiz, vi un choque espantoso: un Cougar embarrado contra una tiendita Oxxo 24 horas yun minitaxi patas parriba todavía con las llantitas girando. Mi primera reacción fue ir a ayudar a los heridos, pero al ver el taxi preferí no comprobar si el chofer era el ruletero seboso que había estado a punto de matarme. Llamé a una ambulancia que llegó media hora tarde (los sábados por la noche hay harta chamba) y me fui a mi casa con la duda de si el escuadrón de taxistas kamikaze existía o no. De ahora en adelante no tomo taxis de noche a menos que mi cuata, Natis, la pitonisa, les dé el visto bueno.


Ruta 100

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