Mariano Silva y Aceves
Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo, lo enviaban al componedor de cuentos. Este era un viejecito calvo, de ojos vivíos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvosos libros de todas las edades y de todos los países.
Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y el estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotables palabras bellas y aún frases enteras, o bien, cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco, y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos materiales en un cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro.
De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.
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